¿Por qué nos gusta tanto viajar?, ¿por qué lo sentimos como algo que por momentos nos hace falta? Viajar a otros lugares nos motiva siempre de una manera muy especial, entre otras cosas porque nos permite vivir experiencias que nos sacan de la rutina. De hecho, solemos salir buscando unas vivencias que, según entendemos, sólo se pueden dar en otros lugares, lejos de nuestra ciudad. Porque si bien el destino puede ser intercambiable, lo que parece claro es que la aventura estará siempre unos pasos más allá, sin duda fuera de los entornos por los que habitualmente se desarrolla nuestra vida.
El viaje nos abre a mirar de forma diferente, a experimentar de forma diferente, llegamos incluso a pensarnos y actuar de forma distinta, como si el irnos a otro lugar nos abriera también la puerta a otro yo, otra expresión de nosotrxs mismxs que no sabíamos que estaba. Viajar se nos presenta así como una oportunidad para reinventarnos, como un ensayo fugaz de otra vida, una partida en el juego de la ruleta de las posibilidades en la que el espacio tiene un papel fundamental pero en la que también se ponen en marcha muchas otras cuestiones ¿qué es exactamente lo que se nos activa cuando nos vamos de viaje?, ¿qué buscamos y qué encontramos en cada una de esas aventuras?
Con estas preguntas arrancamos la cuarta deriva urbana del programa que realizamos con el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque, titulada Viajar por azar, para la que nuestro punto de encuentro fue la escultura del viajero de la Estación de Atocha. Allí comenzamos compartiendo los deseos que nos mueven cuando pensamos en hacer una escapada, muchos de ellos, según pudimos comprobar, conectados entre ellos: descubrir, buscar el cambio, escapar de la rutina, respirar a otro ritmo, desconectar, re-conectar…
Normalmente tenemos claros nuestros objetivos y buscamos un sitio donde realizarlos, pero ¿qué pasa si nos dejamos llevar por el azar? En esta ocasión la propuesta es que nuestro movimiento sea guiado por el juego y unos dados, que tiramos hasta decidir nuestro destino: la estación de Fanjul. Lo que no sabíamos es que el resto de las estaciones de este viaje iban a estar marcadas por los deseos que invocamos junto a la escultura del viajero de Atocha.
“Respirar, pensar de un modo menos ansioso, vagar con menos conciencia del destino”: El cuerpo de viaje
Tomamos el tren hacia Fanjul, se trata del nombre de una de las estaciones del barrio de Las Águilas. Aunque algunos conocen el origen de su nombre y hablamos de cuestiones relacionadas con lo problemático de la memoria reciente en nuestro país, sin embargo Fanjul es un entorno desconocido para todxs, hemos oído hablar del barrio pero nunca hemos estado en él. En el tren va creciendo nuestra curiosidad por este lugar que se nos va apareciendo como un entorno fantástico sobre el que empezamos a especular ¿estará habitado Fanjul?, ¿habrá campo?, ¿encontraremos construcciones? ¿cuáles serán sus lugares y monumentos emblemáticos?, ¿cómo será su fauna?, ¿habrá mapaches en Fanjul?
En nuestro viaje aparece también el imaginario de las canciones de excursión, de cuándo nos sentábamos lo más atrás posible en el autobús y de cómo ese cantar colectivo nos iba poniendo “cuerpo de viaje" preparándonos para que pasara algo extraordinario.
El aterrizaje en Fanjul ya nos da una pista de cómo será nuestra deriva, lo primero que vemos es un campo de juego y no podemos evitar suspender por un momento el tiempo y quedarnos observando el partido. Pero como nuestro viaje acaba de comenzar estamos ansiosxs por movernos y empezar a descubrir.
“Nuevas experiencias, otras arquitecturas, otros idiomas, otras culturas”: Invasores y autóctonos
Caminamos entre un paisaje de grandes bloques de edificios y parcelas de naturaleza a modo de jardín. Entre sus habitantes, pronto llama nuestra atención las enormes “casas” de las cotorras, un elemento que nos va a acompañar a lo largo del paseo, con su presencia en muchos otros árboles del camino. Sus nidos parecen condenados a vaciarse, comentamos los planes de exterminio de estas aves, de cómo organizamos las especies en autóctonas y en invasoras, una idea que, de alguna manera, también podríamos extrapolar a las dinámicas del viaje y del turismo, planteado como un flujo continuo entre personas que observan y visitan otros espacios, y personas y espacios que son observados y visitados, en una confrontación continua de lo autóctono con lo extraño.
“Sorprenderme, otros paisajes”: Los caminos del deseo
Esa idea de lo extraño, a veces nos sorprende donde menos lo esperamos, a nosotrxs en la deriva nos pasa en mitad de un descampado cargado de flores silvestres donde encontramos dispersas en el suelo unas conchas que cargan de surrealismo nuestra exploración y nos llevan a bromear con la playa de Fanjul. Llama la atención lo exuberante del paisaje frente al gris de alrededor, y decidimos atravesarlo siguiendo los “caminos del deseo” que quedan marcados, esos pasos espontáneos creados día tras día por las personas que deciden atravesar el mismo camino.
“Naturaleza, desconexión, tiempo”: El tercer paisaje y los espacios silvestres en la ciudad
Este tipo de naturaleza en la ciudad nos trae la idea de ese tercer paisaje definido por Guilles Clément y su defensa de esos espacios residuales que quedan al margen del ordenamiento urbano y se convierten en la imagen misma de la libertad dentro del trazado urbano.
Como sociedad, no dejamos de debatir sobre la renaturalización de las ciudades, y sobre cómo debemos volver a aprender a relacionarnos con la naturaleza, pero quizás el primer paso sea pararnos y observar cómo esta se comporta y brota imparable en cuanto la dejamos el tiempo y el espacio para hacerlo.
No podemos evitar acordarnos del proyecto de Alejandra Riera en los jardines del Reina Sofía, que ha liberado hacia lo silvestre dos parterres del jardín, proponiendo otras formas de dialogar con la naturaleza en el museo y de repensar los cuidados y las relaciones entre los distintos habitantes del espacio, tanto entre los humanos como entre los no humanos.
Más allá de este espacio, la naturaleza asilvestrada parece acompañarnos a lo largo de nuestro caminar, brota en cada grieta de la acera y rezuma en los alcorques, algo que va a convertirse en una característica de este lugar que estamos descubriendo.
Junto a estas islas asilvestradas también abundan los parques donde la naturaleza se nos presenta domesticada, como en la “isla de color” dedicada a la memoria de Emilia Ortiz Álvarez, activista fundamental para el barrio. Sin embargo, la presencia de esta vegetación también desborda su propio espacio y el olor de las lavandas nos acompaña durante unos momentos.
De aquí nuestros pasos nos llevan a paisajes marcados por el tráfico rodado y de nuevo por la nomenclatura de las calles, pues al cruzar la calle nos espera Millán Astray, o al menos la placa con su nombre, lo que vuelve a traernos el tema del pasado, la memoria y las tensiones que perviven en nuestro espacio público.
“Relajación, lo conocido”: Buscando los lugares cotidianos
Frente a la velocidad de los coches, encontramos los ritmos pausados del entretenimiento matutino de un sábado. Mirar jugar a la petanca resulta hipnótico, un juego tradicional que nos hace envidiar los ritmos de quienes lo disfrutan. Sin embargo, en el sábado por la mañana no es todo quietud, siempre hay un lugar marcado por el ajetreo y que últimamente no puede faltar en ninguna deriva: el mercado.
Hacía allí nos dirigimos cuando la decoración de los bajos de un edificio nos cautiva, rocas, grava, grandes macetas y hasta una fuentecilla con angelote. Elevamos la vista y seguimos asombrándonos, pues plantas gigantes invaden una de las terrazas en las que un hombre divertido ante nuestro asombro nos toma una fotografía.
Nos ha encantado este bloque y la gente que lo habita y fantaseamos por un momento en poner un fondo para comprarnos un piso de veraneo por aquí, “Fanjul, ciudad de vacaciones”, ¿cuánto costará?
“Re-conectar conmigo”: El cierre del viaje
Llegamos al mercado y nos sumergimos en la cara más cotidiana de este lugar. Al salir por otra puerta el paisaje ha cambiado, parece como si hubiéramos caído en un laberinto de bloques donde es difícil saber qué caminos son los que nos permiten seguir nuestra deriva, pero nos aventuramos a continuar con la marcha.
La última estación en este viaje, será la Colonia Casilda Bustos, una placa tallada en piedra así nos lo cuenta. Parece que siempre en el viaje, incluso de forma inconsciente, nos lleva a buscar el origen de los territorios. Nuestra conversación nos lleva a los procesos migratorios de los años 50 y 60, a la proliferación de las colonias y la creación de nuevos barrios como este.
Nuestro viaje tiene que terminar, pero nosotros nos resistimos, decimos prolongar la despedida tomando algo para después compartir el tren de vuelta. Ya en Atocha, parece que no nos queremos separar, incluso hacemos planes para la tarde, pero finalmente nos despedimos tras haber compartido un viaje sorpresa con el que nos asomamos a la aventura tan sólo a cuatro paradas de un cercanías.
¡Gracias por este viaje! Volvemos con la última deriva urbana de este ciclo en mayo, ¡hasta entonces!
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