Desde hace meses nuestra movilidad se ha convertido en un tema presente en nuestro día a día como nunca antes, porque en un momento en el que desplazarnos se ve determinado por cortes de fronteras que delimitan territorios donde no es posible adentrarse o salir, cada uno de nuestros pasos se ha convertido en un gesto medido y consciente que nos ha hecho percibir los lugares que transitamos de forma distinta, desde otras temporalidades, con otras escalas, de tal manera que nuestro entorno más próximo ha adquirido una nueva dimensión.
Esta alteración de nuestros desplazamientos ha activado también otras formas de relacionarnos con uno de los movimientos espaciales más deseados: el viaje, una experiencia que, al estar marcada ahora por otras reglas del juego, nos confronta con lo que significa para nosotrxs salir a otros lugares, ¿por qué viajamos?, ¿qué buscamos?, ¿qué necesitamos fuera?, ¿es que lo sorprendente, lo revelador, está sólo más allá?, ¿sólo lo encontramos cuando viajamos a otros lugares?, y ¿es que no podemos viajar en el sitio en el que vivimos?
Todas estas preguntas nos movieron a plantear la tercera deriva urbana del ciclo que desde septiembre llevamos desarrollando con el centro Condeduque. Titulada en esta ocasión “Todos los caminos conducen a….”, nuestra deriva arrancó en la estación de Príncipe Pío, también llamada del Norte, un lugar que con su arquitectura de hierro y cristal evoca una de las imágenes románticas del viaje moderno, vinculada con el paisaje ferroviario, sus ritmos, olores y sonidos.
Aquí comenzamos a adentrarnos en la noción del viaje y en sus sensaciones, hablamos de cómo nos relacionamos con esta idea y de cómo esas experiencias de aventura se han trasladado ahora a algo antes tan cotidiano y desapercibido como tomar el coche para ir a otro distrito de Madrid.
Desde aquí nuestra propuesta de movimiento estuvo inspirada por “La vuelta al mundo en Madrid”, un proyecto de la artista japonesa Atsuko Arai en el que ésta “viaja” a distintos lugares del mundo a través de los paisajes urbanos que consigue reconocer en esta misma ciudad, desplazándose así por imágenes que ya han sido, podríamos decir, geolocalizadas en su cabeza desde distintos canales de comunicación.
Por este planeta Tierra paralelo, el de los imaginarios colectivos del viaje, propusimos nuestro recorrido, atravesando tras la estación su gigantesco centro comercial, espacio que reconocimos como uno de esos no-lugares propios del mundo contemporáneo que han sido convertidos en el lugar común del mundo globalizado. Nos llaman la atención aquí unas plantas que de forma oportunamente marketiniana, se presentan como proyecto de huerto urbano de corte social, en carteles tres veces más grandes que los cajones de estética palet que las contienen. Tráfico de imaginarios.
Nuestra salida al exterior, y el resto de la mañana, va a estar acompañada por una lluvia intermitente que no cesa, por un cielo gris, de luz plomiza, y hojas que caen a nuestro alrededor, con las que se crea un ambiente otoñal que, nos parece, tinta los paisajes de todo nuestro paseo de un encanto especial y nos saca de alguna forma de Madrid, ciudad que dice tener 300 días de sol al año.
Caminamos a lo largo de las vías, hasta este punto ya hemos atravesado París y el Louvre, Los Ángeles, Valencia, Hamburgo y Nueva York, y a la altura de Chinatown descubrimos unos grandes edificios que quedan al otro lado, se trata de un albergue para personas sin hogar que, a pesar de estar compuesto de varias edificaciones de gran tamaño queda en una zona gris, entre la estación y el Parque del Oeste, lo que lo hace invisible para el resto de la ciudad.
Muy pronto llegamos a nuevas ciudades, Berlín con sus graffitis y su paisaje de corte industrial, o un pequeño pueblo de Asturias que se abre ante nuestros ojos de la mano de Casa Mingo, restaurante antes castizo hoy imprescindible para visitantes de Madrid.
Llegan a continuación Belgrado y Roma, donde nos adentramos en la ermita de San Antonio de la Florida para disfrutar de los frescos de Goya y tener la ineludible conversación de su cabeza desaparecida. La presencia de su ermita gemela - construida para ser utilizada por los feligreses mientras que la de los frescos de Goya queda como museo para ser visitado - nos parece fascinante, y nos hace gracia pensar que esta idea fuera trasladada a otros monumentos y edificios emblemáticos del planeta, de manera que todos tuvieran dos versiones, la que puede ser habitada y la que queda para ser expuesta. Realidad y simulacro puerta con puerta.
Salimos de las ermitas gemelas, nos vamos de Los Pirineos al Parque de la Bombilla y, de nuevo, a Nueva York y Berlín para llegar a las vías que atravesamos justo en el punto en el que, como nos muestra Víctor, uno de los paseantes, se rodó una escena de la película El cochecito de Marco Ferreri. Volvemos a viajar por y con las imágenes.
En este punto los pasos nos llevan de la Escuela de Cerámica a Granada, y después a la solitaria rosaleda del Parque del Oeste, donde decidimos acabar este viaje de viajes.
Quizás fue por el cielo plomizo que se desplegaba como una manta de nubes sobre nuestras cabezas, o por la soledad de los lugares en el silencio de una ciudad que se refugiaba de la lluvia, pero lo cierto es que a lo largo del paseo fuimos entrando en un estado flotante, en un ritmo lento que nos hizo recrearnos en cada uno de los lugares por los que pasamos con esa mirada extraña, con ese otro tempo y abandono al disfrute, en ese estado como suspendido que es el del viaje y que sólo suelen permitirse quienes están de paso por otra ciudad.
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