“Ha de haber siempre ojos que miren a la calle, ojos pertenecientes a personas que podríamos considerar propietarios naturales de la calle. Los edificios de una calle equipada para superar la prueba de los desconocidos y, al mismo tiempo, procurar seguridad a vecinos y desconocidos, han de estar orientados de cara a la calle. No deben dar su espalda ni sus muros a la calle dejándola así ciega”
Vida y muerte de las grandes ciudades, Jane Jacobs
Por suerte, a lo largo de la vida, una se encuentra con libros que se convierten en grandes amigos, libros que nunca se agotan y que siempre están ahí para ofrecerte las palabras precisas en los momentos clave, a modo de perfectos apuntadores. Si desde La Liminal tuviéramos que mencionar uno de ellos sin duda sería Vida y muerte de las grandes ciudades de Jane Jacobs, un libro que a pesar de haber sido publicado hace ya sesenta años no deja de ser una fuente de reflexiones que nos sigue hablando en nuestro presente y que nos refresca una y otra vez la mirada a nuestro entorno, llevándonos a entender la ciudad como un sistema que respira, cuya vitalidad deber ser cuidada día tras día.
Para Jacobs una de las claves de esta vitalidad es que la ciudad esté plagada de lo que denomina los "ojos de la calle", ya que la presencia de la mirada de los habitantes de sus espacios, tanto si son permanentes o efímeros, garantiza que los lugares sean seguros y amables. Esos ojos a menudo están a pie de calle, en el tejido comercial, en las personas que caminan o aquellas que ocupan los espacios públicos de diversas maneras, pero también hay ojos invisibles que observan las calles desde el interior de los edificios.
Al asomarnos desde nuestras ventanas y balcones nos situamos en la frontera que delimita el espacio privado de la casa del exterior, y esto no sólo nos habla de la necesaria conexión e interdependencia con el afuera, también señala que los límites entre esas dos realidades no son tan rígidos. Miramos a través de la ventana para buscar la paz de un paisaje tranquilo, algo de naturaleza y de quietud nos reconforta, pero también nos gusta asomarnos al bullicio de una plaza repleta de gente, a las calles llenas de vida o al ir y venir de personas que no conocemos, pero que de algún modo forman parte de este mismo lugar que habitamos. Nos asomamos, y al mirar, colocamos nuestra presencia en las calles de la ciudad, formamos parte de ella en otra forma y estado.
Tomando estas ideas, nuestra deriva Mirar a la ciudad que mira, tercera del ciclo de Derivas urbanas que realizamos con el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque, comenzó compartiendo lo que observamos a través de nuestras ventanas favoritas, para reflexionar sobre lo que llama nuestra atención, tanto en el paisaje que observamos-habitamos cotidianamente como en aquel que se nos presenta completamente virgen a nuestra experiencia.
Así fuimos aterrizando en Chamartín, el entorno por el que se dirigieron nuestros pasos esta vez, y desde el que fuimos contrastando nuestras prenociones sobre el lugar, entre quienes lo habían vivido y quienes lo exploraban por primera vez, compartiendo un imaginario que dibuja esta zona como un espacio mayoritariamente residencial donde habitan las clases altas, con poca vida en la calle, algo que contrastaba con el bullicio que nos rodeaba en la plaza donde nos dimos encuentro, protagonizado por gente en los bancos de la plaza, grupos de jóvenes, gente desayunando en la puerta del bar....
Desde aquí arrancó nuestro caminar, deteniéndose a los pocos pasos ante la imponente fachada de uno de esos edificios que han sido vaciados y desprovistos de vida con el paso de los años ¿fue un sitio importante en otros tiempos? Nos parece que la estructura que detectamos en la ventana central de su fachada pudo ser en algún momento el asta de una bandera, lo que nos lleva a imaginar el edificio como antiguo ayuntamiento de un pueblo que terminó diluyéndose en la gran ciudad... decidimos quedarnos con esa coartada y seguimos explorando.
Pero al girar la esquina para continuar nuestro camino la fachada nos vuelve a pedir que nos detengamos y que observemos con atención. Hay algo extraño, que no solemos ver en las calles de Madrid, una placa grabada en piedra nos indica el nombre de la calle, pero también nos recuerda que este lugar antes no era Madrid. Las placas y sus narrativas nos acompañarán a lo largo de toda la deriva, desde aquellas que señalan hitos históricos y que, en esta deriva, nos contaron el paso de Napoleón por esas tierras, hasta aquellas que desde los símbolos que acogen, en este caso la presencia de madroños, se sitúan en un momento temporal muy concreto.
Continuamos y al fondo aparece el lugar que nos invitó a movernos en esa dirección. Nos impresiona el enorme tamaño del Palacio de los Duques de Pastrana y el gran contraste con las construcciones que tiene alrededor. Gran parte de los edificios de enorme extensión que estamos encontrando están vinculados a instituciones religiosas y eso nos hace especular que posiblemente, antes serían quintas con palacetes similares al que hemos visto antes, de hecho no será el único palacete que veremos en nuestro camino.
Mientras caminamos junto a la carretera, vemos a nuestra izquierda una pequeña loma sobre la que destaca un precioso palacete y decidimos acercarnos a ver qué es este edificio tan singular. Aunque la puerta está abierta y decidimos entrar sin mucho debate, secretamente sabemos que es posible que nos estemos colando en una propiedad privada, pero pronto esa sensación desaparece, pues tras el palacete hay otros dos edificios y un enorme jardín que, gracias a los altos muros que lo cierran, nos hace olvidar la enorme carretera que hay al otro lado.
Abandonamos este lugar con la sensación de haber hecho un pequeño viaje hacia otro lugar donde el tráfico desaparece como elemento determinante del paisaje, pero no sin antes llevarnos una pequeña sorpresa. A la salida conversamos con quienes viven allí y confirman nuestras sospechas, no sólo nos hemos colado sino que este espacio y su jardín no están abiertos al disfrute público. Un pequeño oasis urbano que queda totalmente oculto a los ojos de la ciudad.
Volvemos así al paisaje dominado por la carretera, pero ahora nuestros pasos nos van a guiar hacia un nuevo capítulo en esta deriva que nos llevará a debatir los límites entre el espacio privado y el público, cómo se interconectan y contaminan mutuamente.
Las primeras viviendas que nos introducen en este debate son unos bloques que parecen bastante nuevos y cuya característica más llamativa son sus grandes terrazas y ventanales. Parecen casas enormes, en el grupo se escucha más de una vez la palabra casoplón, pero nos preocupa la falta de intimidad. Está bien lo de los ojos en la calle, pero también queremos un espacio privado que nos dé refugio e independencia. No sabíamos que nuestros pasos nos iban a llevar a pasear por la máxima expresión de estas ideas.
Calles desiertas, sin tejido comercial ni presencia humana visible, enormes extensiones en las que al paseante sólo le acompañan un muro o una verja tras la que se adivina un jardín y una vivienda. Colonias inmensas en las que el espacio público casi parece desaparecer para convertirse en meros espacios de tránsito, preferentemente rodado. Aquí parece que espacio privado, segregado del exterior, se privilegia por encima de los espacios compartidos, tanto es así, que incluso encontramos en nuestro camino barreras que impiden el paso a determinadas calles y que nos llenan de preguntas sobre dónde empieza y termina el espacio público, sobre cómo lo entendemos y qué significado y trascendencia tiene para determinar nuestros modos de vida en la sociedad.
Nuestros últimos debates se centran en lo agresivo de estos paisajes, en la violencia de prohibir la libre circulación, algo que según nos comparten dentro del grupo es tremendamente frecuente en otros territorios, pero aquí aún nos choca y nos rebela. Nos preguntamos si quizás este es un modelo de ciudad, de convivencia en definitiva, deseado por parte de la sociedad y si se trata de un modo de urbanismo que está avanzando en las zonas de nueva construcción. Pero cuando las conversaciones comenzaban a tender hacia cierto pesimismo, la propia calle nos brinda un guiño que demuestra que siempre hay resistencias que buscan dotar de humanidad a los espacios que habitamos.
Con media sonrisa en la cara, volvía la sensación de habernos colado, de haber transgredido unos límites que nos han llevado a nuevos descubrimientos.
Como suele suceder, esta deriva ha sido todo un viaje y al compartir impresiones vemos que algo que se repite es que hemos tenido la sensación permanente de no estar paseando por Madrid, algo que nos deja con una nueva pregunta que nos llevamos a casa ¿qué identificamos entonces con Madrid?
Seguiremos caminando esta y otras preguntas en nuestra próxima deriva, ¡os esperamos!
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